En un gesto diplomático de alto nivel que podría marcar un punto de inflexión en las relaciones sino-estadounidenses, el presidente chino Xi Jinping mantuvo el 5 de junio una conversación telefónica con su par estadounidense, Donald Trump, a pedido de este último. El intercambio, centrado en temas comerciales, tuvo un tono constructivo. “Un resultado muy positivo para ambos países”, celebró Trump a través de sus redes sociales.
La comunicación, la primera desde que estalló la guerra comercial en febrero, no solo pone de manifiesto la necesidad de retomar el diálogo, sino que también revela una voluntad compartida de reconstruir puentes en una relación marcada por tensiones, aranceles cruzados y un impacto económico global. Xi utilizó una metáfora poderosa al instar a ambas partes a “recalibrar el rumbo de la gigantesca nave” que son las relaciones bilaterales, evitando perturbaciones que puedan desviarlas del camino del entendimiento y la cooperación.
La magnitud del vínculo entre China y Estados Unidos trasciende sus respectivas fronteras. Juntas, las dos mayores economías del mundo representan casi el 50% del PIB global y han construido una relación comercial que creció más de 270 veces desde 1979, alcanzando los 688.280 millones de dólares en mercancías el año pasado. Su estabilidad —o su conflicto— repercute inevitablemente en el resto del planeta.
La reciente reunión en Ginebra entre representantes de ambas potencias fue otro paso relevante en este proceso de distensión. Allí se sentaron las bases para consultas formales que permitan abordar diferencias en pie de igualdad y con respeto mutuo, abriendo una vía institucionalizada para la resolución de disputas.
El costo de la confrontación ya quedó en evidencia. La escalada arancelaria interrumpió cadenas de suministro, encareció productos y deterioró el clima de inversión. Lejos de fortalecer posiciones, las medidas unilaterales erosionaron la confianza y provocaron efectos colaterales a nivel global.
Por el contrario, el diálogo sostenido y transparente permite explorar acuerdos que beneficien a ambas naciones y, por extensión, al comercio internacional. En este contexto, la conversación del 5 de junio y las declaraciones de Trump el día siguiente —donde expresó su deseo de ver prosperar a la economía china y reafirmó el respeto por la política de una sola China— sugieren una disposición renovada al entendimiento.
Sin embargo, el verdadero desafío reside en convertir los gestos en hechos. Si bien China ha reiterado su compromiso con los acuerdos alcanzados, queda por ver si Washington podrá traducir sus palabras en acciones concretas, especialmente en lo que respecta a la reducción de barreras comerciales y la normalización de vínculos bilaterales.
El consenso internacional es claro: hablar es imprescindible, pero cumplir es decisivo. La comunidad global observa con atención si este nuevo capítulo será el inicio de una etapa de mayor cooperación o apenas una tregua fugaz en una rivalidad con implicancias históricas.
